martes, 16 de julio de 2013

(01/08/2011) Representacion de la ausencia del arte por Mg. Lior Zylberman

*La presente fue leída en la Mesa Redonda por Mg. Lior Zylberman

 

Representación de la Ausencia en el arte


Reflexiones sociológicas sobre la obra de Eugenia Bekeris
Mg. Lior Zylberman
 
La representación de la ausencia es problemático y sugestivo a la vez, en tanto propone varias líneas de pensamiento e indagación. En ese sentido, la obra de Eugenia Bekeris plantea una serie de meditaciones en torno tanto a la representación de la Shoá como también sobre sus efectos. Quisiera, entonces, detenerme en algunas reflexiones que me surgen a partir de ella, sobre todo a partir de la obra “El secreto”.
Máscaras, ¿qué son las máscaras? ¿Qué representan? Las máscaras de “El secreto”, una junto a otra, superponiéndose, se asemejan a rostros de almas que intentan volver, que no pueden descansar en paz. En la estructura de la instalación de “El secreto”, esta idea retumba, hay un secreto que no puede descansar en paz.
Pero son máscaras, máscaras mortuorias. La máscara mortuoria fue, o es, quizá una de las huellas indiciales más interesantes. El índice, en su acepción peirciana, posee una relación de contigüidad con respecto a su referente; la máscara mortuoria es la huella de alguien. La máscara, es quizá su más perfecta huella. No es la impresión digital, no es la impresión de su pie. Es la impresión de su rostro. El rostro, su propio rostro, lo único que la persona no puede contemplar por sí misma y a la vez es lo que más dice sobre la propia persona. 



Pero las máscaras también poseen otra historia. Sabemos que en la Grecia clásica, los actores que interpretaban las tragedias utilizaban máscaras. Las máscaras designaban a los personajes, a las personas. Toda máscara, entonces, es una persona.
Ya conocemos los debates en torno a la representación que trajo la Shoá. Esta es una de las consecuencias de tan terrible y particular suceso, hecho que obligó a repensar la cultura humana en su totalidad y, con ello, al arte. Ante tantos dictums y prohibiciones, Jean-Luc Nancy ha realizado una sugerente meditación en torno a la representación de la Shoá. Ante todo, el francés ha diferenciado lo que sería una representación relacionada con la idolatría, representación prohibida desde los textos bíblicos y los Mandamientos – representación, por demás decir, que en nada se asemeja a la efectuada por el arte –, y la representación necesaria e imperativa de la Shoá. Nancy considera que ha sido el propio nazismo quien prohibió toda representación a partir de los campos. En ellos, la muerte ha sido robada, es una muerte sin restos. En esta muerte sin restos, entonces, es donde se abren los interrogantes en torno a las máscaras y la potencia del arte.
Si la máscara mortuoria es la huella de alguien que fue, que era, pero ya no está; si la máscara es una marca, un resto, la Shoá ha clausurado e impedido toda posibilidad de dejar dichas máscaras, de dejar huellas, rastros. Si la máscara mortuoria, como índice, sugiere que la persona “ha sido”, la Shoá ha borrado toda posibilidad de atestiguar la existencia de dicha persona. Es aquí, entonces, donde el arte expande sus posibilidad, su deber. Los artistas, como Eugenia Bekeris, dan testimonio de dicha imposibilidad. Donde hay ausencia, el artista intenta dar presencia. ¿Qué tipo de presencia puede dar un artista? Con la imagen, con el arte, la muerte, lo incomprensible, se vuelve, en cierto modo, comprensible.
Frente a la muerte, frente a la Shoá, los vivos y, sobre todo, los artistas, poseen un compromiso particular: dado que el muerto no puede ya hablar, no puede defender su lugar, el vivo debe resguardarlo aún más. El vivo debe darle una tumba, y el arte es una forma de rendir los honores de la tumba. En ese sentido, Eugenia Bekeris asume dicha responsabilidad.
Esa tumba, entonces, se le presenta a los vivos no como eidolon sino, parafraseando a Hans Belting, como transición de sentido, sirviendo de enlace entre los vivos y los muertos. La Shoá le ha quitado a los muertos la posibilidad de una tumba, y son los artistas quienes pueden, simbólicamente, ofrecer dicha tumba. Régis Debray ha sugerido que el arte nació funerario, cofres, mascarillas, vasijas, fueron los primeros honores.
La puesta, la instalación “El secreto”, se asemeja a una cripta. Pero no es una cripta cerrada. La falta de una cuarta pared no es una falta: es que “El secreto” es una cripta abierta, una cripta que se abre, un silencio que se rompe, es un comienzo, el inicio de otra cosa.
Aquí quisiera plantear dos reflexiones quizá un poco herejes: la primera tiene relación con el silencio; la segunda, con la memoria. Creo que, finalmente, ambas permitirán ahondar la relación entre arte y Shoá, entre representación y ausencia.
En la música el silencio es un sonido más, éste configura y es parte necesaria de la obra. Basta con escuchar alguna sinfonía, o leer alguna partitura para apreciar que el silencio es parte sustancial de cualquier desarrollo musical. Si bien el silencio significa ausencia de sonido, para nuestras reflexiones éste no significa olvido. El silencio no significa falta de comunicación. Sabemos, y son sobre todo los artistas quienes más lo saben, que el cuerpo expresa y comunica.
Para los sobrevivientes, el silencio es signo de una dificultad única, la de poder (o no) integrar las experiencias de la Shoá con el resto de sus vidas. Incapaces de llorar sus pérdidas y sentir que otros entenderían sus experiencias, los recuerdos de los sobrevivientes se mantuvieron aislados. Es que la Shoá cambió el sentido del silencio, como también cambió, en un sentido más sociológico, la socialización. La Shoá interrumpió la “normal”, en términos de Alfred Schutz, sucesión de generaciones obligando a repensar cómo se da ese puente, esa transición entre predecesores, contemporáneos y sucesores.
Dicho sociólogo establece que las relaciones entre contemporáneos se caracterizan por su simultaneidad; es decir, en este tipo de relación se pueden establecer las relaciones cara a cara, pudiendo uno influir sobre las decisiones y acciones del otro.
La relación entre predecesores y contemporáneos, en cambio, es unilateral. No se comparte ni el tiempo ni el espacio y, por lo tanto, dicha relación cara a cara resulta imposible. Sin embargo, los predecesores pueden influir sobre los contemporáneos, orientando sus proyectos y acciones. Schutz, que claro está no es el primero ni el único que ha estudiado el peso de los predecesores, nos advierte que este peso es tal que los predecesores son los que nos dan el mundo pre interpretado. Entendemos y nos desenvolvemos en el mundo de la vida ya que éste ya ha sido interpretado por nuestros predecesores, quienes han legado, han dejado marcas y huellas para sus sucesores. En esa relación unilateral, los contemporáneos sólo pueden interpretar a los predecesores.
Si bien Schutz hace estas distinciones apelando a tipos ideales, estos mundos poseen transiciones, un contemporáneo se puede volver predecesor: esto sería nuestra relación con nuestros padres o con nuestros abuelos. En esta relación, también remarca que a medida que nos alejamos del tiempo de los predecesores crece la labor de interpretación hacia aquel mundo social.
Antes señalé que la Shoá trajo consigo, y esto es uno de los efectos más profundos del genocidio, una interrupción de la “normal” sucesión de generaciones. La Shoá cortó de cuajo la posibilidad de legar a los sucesores, borrando toda probabilidad de dejar marcas o huellas para que sus sucesores pudieran interpretarlos. En los sobrevivientes, la Shoá imposibilitó que muchos pudieran recibir la mencionada interpretación del mundo de la vida. O mejor dicho, transformó dicha interpretación y he aquí donde el silencio se incorpora a la socialización.
Por otro lado, tanto la Shoá como el desarrollo y las consecuencias geopolíticas de la Segunda Guerra, modificaron el mapa de Europa. Ciudades, pueblos o Shtetls que cambiaron de nombre, cambiaron de país o bien fueron borrados, eliminados, del mapa. Ello trajo consigo la desaparición de una de las huellas más importantes que nos dejan los predecesores: sus tumbas. Numerosos cementerios y aldeas fueron arrasados quedando reducidos a la nada o bien, en un intento por restituirlos como signos, hoy sólo son placas recordatorias: huellas de huellas.
En la mencionada sucesión de generaciones, en los diversos procesos de socialización, una generación transmite a la otra no solo tradiciones y valores, sino formas de estar e interpretar tanto la vida cotidiana como el pasado. Cada generación elige y selecciona qué transmitir y qué comunicar a la siguiente. La transmisión es un transporte en el tiempo, que establece un vínculo entre los muertos y los vivos.
Uno de los efectos, entonces, de la Shoá se manifiesta en esta nueva forma de transmisión. Digo nueva no en el sentido de novedad positiva sino como sustitución, como algo inédito. La pregunta abierta, aún sin respuesta, reside en indagar cómo se transmitirá la Shoá en la sucesión de generaciones.
Sí sabemos cómo fue en la generación siguiente, en los hijos de los sobrevivientes, e, incluso, en los nietos. El silencio, entonces, se posiciona ante dos frentes. Por un lado, frente al deseo imposible, por parte del sobreviviente, de volver a una “normalidad”. Silencio, entonces, como parte de elaboración del duelo. Por otro lado, los hijos y los nietos, poseen expectativas respecto al pasado familiar. Aquí se encuentra el dilema entre qué transmitir y qué recibir, cuánto alcanza, cuánto es suficiente.
El arte Eugenia Bekeris nace de esta imposibilidad.
Algunos investigadores de la memoria sugieren hacer una diferencia entre recordar y conocer. Si bien nuestra época está signada por la memoria, y ésta ha sido colocada como sinónimo de pasado, algunos psicólogos de la memoria se refieren a ésta exclusivamente para las experiencias propias y apelan al conocimiento para referirse a experiencias no vividas.
Esto nos abre diferentes y posibles caminos a seguir. Cuanto más nos alejamos del suceso, más difusa se vuelve la memoria. En ese sentido, sólo aquellos que sobrevivieron pueden recordar, narrar, y transmitir lo que fue la Shoá. Sólo aquellos que vivieron en Europa durante el nazismo o quienes fueron contemporáneos a los hechos pueden recordar aquella época.
¿Qué sucede con las generaciones posteriores? Claramente podemos recordar la Shoá porque aprendimos sobre ella o porque nuestros padres, nuestros abuelos, nos narraron acerca de ella. Podemos recordar cómo y dónde aprendimos o escuchamos por vez primera sobre el genocidio; el conocimiento funciona así como prótesis de memoria.
Con esto, quiero sugerir que nuestra relación con el pasado es una relación de imaginación. Junto a la memoria, junto a los recuerdos, el pasado también es imaginado. La imaginación no debe ser entendida como un mero fantaseo o pura ficción; como señaló Jean Starobinski, la imaginación también posibilita la acción ya que también es fuente de conocimiento.
El arte, antes de apelar a la memoria, apela a la imaginación. No sólo por su capacidad creativa, capacidad que permite abrir horizontes de sentido, sino por apelar también a lo sensitivo. “El secreto” da lugar a que la imaginación se active no sólo hacia el futuro, como imaginación previsora, sino también hacia el pasado, colocando en nuestro campo de experiencias sensaciones particulares.
Apelando a la imaginación, el arte permite hacer presente la ausencia. Empleando un término de Husserl, el arte permite una presentificación (Vergegenwärtigung) o una re-presentación. No significa que haga presente lo ausente, sino que hace presente una imagen de aquello ausente.
La imaginación nos permite también crear relaciones simbólicas. Siguiendo a Husserl, Alfred Schutz sugirió que gran parte de nuestras relaciones con los objetos se presentan como “apresentaciones”. Cuando observamos una moneda, vemos solo una cara; la otra cara se encuentra apresentada y es la persona quien “llena” lo que no ve. También nos encontramos con apresentaciones simbólicas, esto se da cuando lo apresentado no es un objeto sino una idea. En ese sentido, el arte es una apresentación simbólica; “El secreto” nos apresenta ideas que no están presentes en el objeto mismo. El espectador, con sus propias experiencias y conocimiento completa el objeto, en este caso la obra de arte, alcanzado así la experiencia estética.
En el video de la muestra negra leche del amanecer, Eugenia comenta que su experiencia es “difícil de compartir con otros”. Esto se debe a que su obra se encuentra atravesada por sus experiencias, quizá simples de transmitir con palabras pero complejas de comprender desde las sensaciones. Es aquí donde el arte, su arte, surge con toda su potencia para intentar otorgar sentido.
Las emociones, nuestros sentimientos, se expresan a través de diversas formas tanto mímica como somáticamente. Pero también requieren, como sugería Lev Vygotsky, de alguna expresión de nuestra imaginación. Aristóteles empleaba el término catarsis para fundamentar la tragedia y Vygotsky lo emplea para extenderlo a las demás artes.
El arte como catarsis, el artista efectuando su propia catarsis, puede ser entendido como la reacción estética ante los efectos dolorosos y desagradables que se descargan y transforman en sus opuestos. La reacción estética no es otra cosa que una catarsis, esto es, una compleja transformación de sentimientos.
“El secreto” es una forma de catarsis para Eugenia, catarsis que le permitió emprender la búsqueda sobre su origen, que le permitió trastocar lo doloroso y desagradable por orden y sentido. En ella, el arte se manifiesta como unión de sentimiento y de imaginación permitiendo purgar, liberar lo caótico, lo imposible.
El arte, con su potencia simbólica puede restituir lo que le fue quitado, lo que le fue negado a sus, y a nuestros, predecesores: una tumba.
El cuerpo mortal se ha disuelto, ha desaparecido en los crematorios, pero el cuerpo simbólico que el arte restituye puede hacer que nuestros predecesores puedan ser integrados a nuestra historia.


Bibliografía:
Belting, Hans, (2007), Antropología de la imagen, Madrid: Katz
Debray, Régis, (1994), Vida y muerte de la imagen. Historia de la mirada en Occidente, Barcelona: Paidós.
Debray, Régis, (1997), Transmitir, Buenos Aires: Manantial.
Nancy, Jean-Luc, (2006), La representación prohibida, Buenos Aires: Amorrortu.
Schacter, Daniel, (1996), Searching for memory: the brain, the mind, and the past, New York: Basic Books.
Starobinski, Jean, (2008), La relación crítica, Buenos Aires: Nueva Visión.
Vygotsky, Lev, (2008), Psicología del arte, Buenos Aires: Paidós.

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